Entrega Especial: Día Internacional del Migrante

18.12.2025
Nadie migra por deporte.
Nadie hace una valija para ver qué pasa.
Nadie cruza fronteras con liviandad.

Migramos cuando entendemos -sin dramatismo- que movernos es la única forma de seguir. Cuando quedarse deja de parecernos una opción honesta con nosotras mismas. No porque el lugar de origen sea malo, sino porque ya no nos alcanza.

Hoy es el Día Internacional del Migrante y lo digo desde acá, desde adentro. Desde nosotras, desde la que llegó, la que se quedó, la que todavía está aprendiendo a nombrar su nueva vida sin pedir disculpas. No quiero discursos correctos ni consignas recicladas; prefiero esta conversación directa, entre mujeres que nos reconocemos con una mirada.

Migrar es una suma de decisiones pequeñas que nadie aplaude. Es elegir todos los días, es recalcular, es equivocarse y volver a intentar sin testigos. En España, muchas mujeres migradas sostenemos rutinas ajenas mientras ordenamos las propias en silencio. Cuidamos cuerpos, casas, horarios, afectos y después, cuando termina el turno, seguimos trabajando por dentro: pensando, comparando, traduciendo, adaptando.

También aprendemos a vivir partidas sin rompernos. Estamos físicamente en España, pero nuestros afectos habitan en uno, a veces dos países distintos. Los hijos creciendo lejos, la madre envejeciendo en otro punto del planeta. La familia repartida en husos horarios que no se tocan. El amor viajando por audios, pantallas, promesas de reencuentro. Ese desgarro cotidiano no figura en ningún contrato, pero acompaña cada día como una sombra fiel.

No somos ingenuas; sabemos que hay oportunidades reales. Trabajo, papeles, estabilidad posible, también sabemos que nada llega solo; que la integración no es automática ni simétrica; que hay que demostrar el doble, explicar el triple, callar lo justo para sobrevivir y hablar cuando ya no se puede más. No todo es hostil, pero tampoco todo es fácil y sostener esa ambigüedad cansa.

Hay algo de lo que se habla poco: el desgaste invisible; ese cansancio que no se cura durmiendo. La sensación de estar siempre un paso adelante y, al mismo tiempo, un poco afuera. Vivir con un pie en lo que fue y otro en lo que todavía no termina de ser. Aprender a celebrar logros sin público, resolver trámites como si fueran exámenes finales, descubrir que la fortaleza no siempre ruge, a veces apenas respira y aun así no se detiene. Migrar también es entrenar la paciencia como músculo vital, y hacerlo sin manual, sin red, sin garantías.

La vida de una mujer migrante se parece a caminar con una maleta invisible. No se ve, pero está, no siempre duele, pero nunca desaparece. Aprendemos a equilibrarla mientras avanzamos, a veces pesan recuerdos, a veces miedo, a veces orgullo. Con el tiempo, la cargamos mejor, aunque nadie nos haya enseñado cómo.

Entre nosotras no hacen falta romanticismos. Sabemos lo que cuesta mandar dinero todos los meses, estudiar de noche, aprender palabras nuevas para cosas viejas. Escuchar acentos que no son el nuestro y aun así construir hogar. Sabemos lo que implica empezar de cero sin borrar quiénes somos.

Este día no debería servir para colgar banderas simbólicas y seguir igual mañana. Debería empujarnos a mirar con más atención, a reconocer quién sostiene lo cotidiano. Quién limpia, cuida, acompaña, produce. La migración no es una excepción del sistema: es una de sus columnas.

No queremos lástima, queremos comprensión lúcida, no queremos homenajes vacíos, queremos derechos claros. Queremos que nuestra presencia no se discuta como si fuera provisional, cuando ya estamos acá, viviendo, aportando, sumando, creando.

Y si alguna vez dudamos -porque pasa-, nos recordamos algo simple: hicimos algo enorme sin perder la ternura. Cambiamos de país sin traicionarnos, seguimos adelante aun con miedo. Eso no nos convierte en heroínas de postal. Nos convierte en mujeres reales, complejas, valientes a su manera. Y con eso, alcanza para seguir caminando juntas.

Hasta pronto.

Martha Ortega